martes, 9 de junio de 2009
CONSUMO RESPONSABLE - ALIMENTOS (I)
A partir de ahora voy a dar la machaca con ciertos temas, porque estoy notando que todo el mundo se sabe la teoría, pero en la práctica sólo oigo "yo en esas cosas no me fijo", "yo solo no puedo hacer nada", "una persona sola no puede cambiar el mundo" y no estoy de acuerdo. Nosotros, los consumidores, tenemos el poder de decidir qué hacer con nuestro dinero y de esa forma lanzar mensajes directos y claros de lo que queremos. Empiezo por los alimentos porque todo el mundo hace la compra y es ahí, en el súper, en el mercado, donde hay que empezar a consumir de manera responsable. Todos, repito, TODOS podemos hacer una diferencia si pensamos un poco en las consecuencias de nuetros actos.
Este artículo es del año pasado, pero no por ello menos actual. Nuestro consumo, en este caso de alimentos, influye directamente en la emisión de carbono y por tanto en el calentamiento del planeta. Por ejemplo, al hacer la compra de fruta y verdura, fíjate bien no sólo en el precio, sino en la procedencia de la mercancía (que por ley debería estar señalada, junto al precio) y utiliza tu lógica y tu sentido común.
Si no os apetece leer el artículo entero, estos son los puntos básicos:
1. Reducir el consumo y elegir la opción menos dañina. Ejemplo: la carne es uno de los ingredientes que más genera CO2. Comer carne 2-3 veces por semana en vez de diario reduciría espectacularmente las emisiones globales de CO2.
2. Transportar productos exóticos genera CO2. Ejemplo: manzanas de España o Francia= OK, manzanas de Nueva Zelanda=MAL
3. Consumir productos de temporada. No sólo suelen estar a mejor precio, sino que su impacto está directamente relacionado con el punto anterior. Ejemplo: naranjas en invierno= OK, naranjas en verano (y de procedencia lejana)=MAL
La dieta de los gases de efecto invernadero
JULIE FERRY/THE GUARDIAN
La 'huella' 'de carbono' que dejan los alimentos va a ser sometida a partir de ahora a un escrutinio severo. Este verano, el Gobierno británico ha desvelado que tiene proyectado un plan para obligar a introducir unas etiquetas especiales en los productos a la venta en las que se muestre cuántas emisiones de gases de efecto invernadero se han generado en el proceso de producción, transporte y puesta a disposición del público. Las etiquetas serán similares a las que actualmente especifican el número de calorías de un determinado producto y que ya se pueden ver en los alimentos envasados.
El plan del Gobierno británico se basa en el concepto del 'food miles' ['kilometraje de los alimentos'], que mide la distancia recorrida por un producto desde el origen hasta el consumidor final para valorar el consumo energético realizado. Pero el objetivo es desarrollar esa idea, porque contar sólo las 'food' 'miles' no es un método exacto de medir todo el impacto ambiental que producen dichos alimentos. Por ejemplo, un cargamento de frutas y verduras transportadas desde España podrían tener una huella de carbono menor que el de otro de hortalizas o frutas cultivadas en invernaderos del Reino Unido, porque estas instalaciones consumen grandes cantidades de energía para mantener el calor en el clima inglés, menos cálido.
«Cuando originalmente se lanzó el concepto de 'kilometraje de los alimentos', éste hacía referencia a muchos más conceptos que a las emisiones de dióxido de carbono», afirma Vicky Hird, una veterana activista ambiental especializada en alimentación y que pertenece a la organización Amigos de la Tierra. «A lo que en realidad se refería el concepto de 'food' 'miles' era a la adecuación y limpieza de la cadena de suministro y a que todos debíamos volver a comprometernos directamente con nuestros alimentos. En la actualidad, este concepto se ha simplificado y tan sólo se relaciona con el cambio climático, lo que no siempre es la mejor forma de calcular el verdadero efecto de un producto sobre el medio ambiente».
Para poder solventar la anomalía, el ministro de Medio Ambiente británico, Ian Pearson, va a trabajar en colaboración con dos organismos especializados en la materia, como son el Carbon Trust y el BSI British Standards, durante los próximos meses para desarrollar un método que sirva de referencia para calcular y medir las emisiones de dióxido de carbono que se generan durante todo el proceso de elaboración y comercialización de bienes y servicios.
«La idea del 'kilometraje de los alimentos' está comenzando a sonar entre los consumidores, pero nos hemos percatado de que si bien es importante la distancia que haya podido recorrer un determinado producto, existen además muchos otros factores que intervienen a lo largo de la cadena de suministro», asegura Euan Murray, director estratégico del Carbon Trust. «En el curso de nuestras investigaciones hemos llegado a la conclusión de que, en determinados casos, la distancia recorrida puede ser un indicador muy pobre sobre la huella de carbono dejada por un producto, porque el hecho de que dicha mercancía proceda del extranjero no tiene que significar que sea más perjudicial para el medio».
La doctora Andrea Collins, perteneciente al Brass Centre, un centro de investigación de recursos y de residuos adscrito a la Universidad de Cardiff, y la doctora Ruth Fairchild, analista nutricional del Instituto Universitario de Gales, se muestran de acuerdo con que el concepto de 'kilometraje de los alimentos' resulta excesivamente simplista. Ambas científicas argumentan que los estudios que han realizado sobre el impacto ambiental de los alimentos demuestran que es necesario crear un método de análisis de la huella ecológica que mida el impacto de cada alimento en términos de hectáreas globales, es decir, el área de terreno, a nivel teórico, necesaria para la provisión de los recursos imprescindibles para la producción del alimento en cuestión. Las investigadoras llegan a la conclusión de que tan sólo un 2% aproximadamente del impacto ambiental que causa un determinado alimento es consecuencia de su transporte desde el campo hasta la tienda.
«Nuestro estudio tenía como objetivo investigar qué impacto ambiental tiene el consumo de los alimentos que comemos», afirma la doctora Fairchild. «La mayoría de la gente se sorprendería ante el hecho de que el mayor impacto ambiental de los alimentos no procede del kilometraje que recorren sino de los procesos a los que se ven sometidos antes de llegar hasta el consumidor».
Además, en esta misma investigación se ideaban y describían tres dietas ecológicas diferentes. Presentadas en escala descendente, en la primera dieta solamente están permitidos los alimentos que tengan una huella de carbono inferior a las 0,006 hectáreas globales por kilogramo, en la segunda dieta deben ser de menos de 0,004 y de 0,002 en la tercera y última.
Las investigadoras estudiaron, también, la huella de una dieta ecológica (con productos dotados de esa certificación oficial) en contraste con la de otra no ecológica, concluyendo que el cambio a una dieta ecológica suponía una reducción del 22,9% en la huella de carbono de los alimentos. Como contrapartida, sin embargo, esa dieta resultaría un 31,2% más cara para el consumidor final.
Impacto de la dieta
En conjunto, aproximadamente un 20% de las emisiones de gases de efecto invernadero que se generan en el Reino Unido están relacionadas con el consumo de alimentos. De hecho, según una filtración de un alto funcionario de la Agencia Medioambiental al grupo provegetariano Viva, el Gobierno británico está examinando los diferentes impactos ambientales que se producen a consecuencia de la dieta que habitualmente se sigue en el país.
«Los beneficios potenciales de una dieta vegetariana estricta en términos de impacto sobre el clima podrían ser extraordinariamente significativos», afirmaba el funcionario del Ministerio. Añadía que se está considerando muy seriamente la recomendación de comer menos carne como uno de «los cambios en los hábitos alimentarios que podría resultar crucial desde el punto de vista ambiental».
Sin embargo, también se decía que este cambio deberá ser introducido de una manera paulatina y «delicada» debido «al riesgo existente de que la población pueda sentirse alienada de alguna manera».
Como consecuencia de todo lo anterior, cabe decir que, con respecto a los alimentos que consumimos, las mejores soluciones dietéticas desde el punto de vista ambiental serían las de consumir verduras en lugar de alimentos convencionales o bien cultivarlos por nuestros propios medios. Pero si no estamos dispuestos a cambiar nuestra dieta habitual de una manera tan radical, sí que, en cambio, tendríamos que considerar la adopción de unos principios básicos sobre los hábitos alimentarios en el consumo de carne, frutas y verduras.
LA DIETA MENOS CONTAMINANTE - CARNES - FRUTAS - VERDURAS
Reducir el consumo y elegir la menos dañina.
Según un informe de FAO, el sector ganadero mundial genera más gases de efecto invernadero que todas las formas de transporte juntas. El óxido nítrico, que tiene una capacidad de calentamiento de la atmósfera 296 veces mayor que la del CO2, y el metano, que es 23 veces más potente que el CO2, son algunos de los dañinos subproductos de la ganadería. Sin necesidad de hacerse vegetariano, existen otras opciones, como reducir el consumo o tomar buenas decisiones de compra. Aunque no siempre es fácil acertar. «Por lo que a la emisión de gases de efecto invernadero se refiere, la carne de producción intensiva que resulta menos agresiva es la del pollo de granja», afirma Tara Garnett, miembro del organismo Food Climate Research Network. «Si se mantiene a los animales en espacios muy reducidos, no se les permite gastar energía haciendo ejercicio, se les alimenta de una manera rápida y se les sacrifica a los 40 días, su cría es, desde una perspectiva energética, realmente eficiente. Sin embargo, y desde el punto de vista del bienestar de los animales, ésta no sería una opción que yo pudiera avalar.» Un estudio dirigido en el año 2005 por el WWF Cymru3 parece apoyar la tesis anterior, situando a las aves de corral en cabeza de la lista de carnes menos agresivas en cuanto a emisión de CO2 se refiere. Le sigue la carne de cerdo. La ternera, y la carne de vacuno en general, son los cortes en cuya producción intensiva se consume más energía y se generan más emisiones por tanto. Por su parte, los investigadores de Cardiff sitúan la ternera y el vacuno como los alimentos cuya producción genera más CO2. La carne de cordero se sitúa en la mitad de la lista.
Transportar productos exóticos genera CO2.
La predilección por el consumo de frutas exóticas en lugar de las locales tiene un impacto significativo en el medio ambiente. El razonamiento parece sencillo: a mayor distancia entre el lugar de origen y el de consumo, mayor gasto en transporte. Por tanto, y a priori, un producto local sería siempre menos dañino que uno llegado de lejos debido a que su transporte es más sencillo y corto. Pero no todo es tan simple. Clive Marriott, director comercial de la firma británica de importación de fruta Agrofair, asociada a la organización Fairtrade (Comercio Justo), afirma que las emisiones de gases de efecto invernadero generadas por las frutas tropicales son relativamente bajas: «Las frutas tropicales se embarcan en unas condiciones que exigen su refrigeración. De hecho, entre un 15% y un 20% del combustible empleado en el transporte de dicha clase de frutas lo consume el sistema de refrigeración. «Sin embargo, los enormes barcos que se emplean en su transporte tienen capacidad para cargar grandes cantidades de frutas, lo que les convierte en un medio sumamente eficiente. Además, el consumo de energía por los sistemas de refrigeración depende de la clase de fruta. Los plátanos, por ejemplo, pueden generar emisiones de carbono muy bajas porque se transportan a temperaturas de unos 14º centígrados, mientras que las manzanas procedentes de Nueva Zelanda necesitan que se las mantenga a 0,5º grados». Una buena regla para calcular las emisiones de CO2 de cualquier fruta es tener en cuenta su carácter más o menos perecedero. Si es una fruta que se estropea con facilidad, lo más probable es que sea preciso transportarla por aire, almacenarla en frío y que sea propensa a generar desperdicios innecesarios.
Las mejores son las de temporada.
«Comer verduras de temporada cultivadas en el campo es una buena manera de reducir toda esa clase de emisiones que propician el cambio climático. Y cuanto más resistente sea la verdura, mucho mejor», asegura Tara Garnett. Por consiguiente, la patatas producidas localmente, los tubérculos como las zanahorias o los nabos y crucíferas como el brócoli o las coles de Bruselas deberían poder verse en los carritos de la compra con mayor frecuencia. Todas estas verduras utilizan para su crecimiento una cantidad de energía relativamente pequeña y crecen fácilmente en el clima europeo. Sin embargo, no siempre es fácil acertar con la mejor forma de tomar alimentos sanos y que al mismo tiempo no resulten especialmente dañinos para el medio ambiente. En el caso del Reino Unido, por ejemplo, el cambio a la dieta mediterránea podría suponer una amenaza para el medio ambiente. Entre los años 1994 y 2004, el consumo en Gran Bretaña de lechugas, tomates, berenjenas, pimientos y pepinos creció un 22%. Y esto es preocupante porque dichas hortalizas se producen en el Reino Unido en invernaderos con consumos intensivos de energía. En el año 2005, un estudio del Departamento de Medio Ambiente, Alimentación y Asuntos Rurales (DEFRA) llegaba a la conclusión de que la energía consumida en la producción de tomates en invernaderos británicos generaba tres veces más emisiones de CO2 que las que se generarían importando esos mismos tomates de España y transportándolos por carretera. Además, debido a que son menos duraderos que tubérculos como la patata, estos productos se deterioran más fácilmente y producen más residuos.
COMPRAR SIN CO2
Para combatir el cambio climático hay que reducir las emisiones de CO2 mucho y urgentemente. Cuánto hay que reducirlo y cuál es la urgencia es sencillo de definir a nivel global. Hay que reducir un 30% las emisiones en 2020 de los países industrializados respecto a 1990 y hay que empezar ya.
La mayor responsabilidad en la reducción de las emisiones recae sobre compañías y gobiernos, pero nosotros podemos contribuir individualmente exigiendo esta responsabilidad a aquéllos que tienen en su mano el poder de cambiar las cosas o actuando a nivel personal.
A nivel individual, es muy fácil encontrar maneras de reducir nuestras emisiones como intentar usar el transporte público, usar bombillas de bajo consumo, reducir nuestro consumo eléctrico, y un largo etcétera. Sin embargo, es mucho más difícil calcular cuánto se reducen. Por eso la información de las emisiones que se han generado para elaborar, fabricar o transportar un producto es útil en la medida que nos permite discriminar aquellos productos que han generado más contaminación de otros, y nos permite actuar como consumidores. Pero la mayor utilidad reside en que este dato nos permitiría poder incluir en el coste del producto aquellos costes derivados de los impactos ambientales y sociales que produce. Con el cambio climático nos enfrentamos al mayor problema ambiental y económico del presente, por lo tanto estar informados respecto a nuestra contribución para combatirlo o favorecerlo debería ser un derecho y una obligación. Pero los derechos de los consumidores en España no siempre son respetados. Por ejemplo, en nuestro país desde el 1 de enero de 2003 se reconoce el derecho de todos los consumidores a elegir suministrador de electricidad, un producto que para su obtención y transporte hasta nuestro hogar puede generar más de un kilo de CO2 por kWh. Si el consumidor pudiera elegir realmente el origen de la energía que consume podría actuar para disminuir esta cifra.
El caso de las gambas viajeras
De Escocia a China. La preocupación por las emisiones de CO2 que generan los alimentos no es cosa de minorías en el Reino Unido. Forma parte del debate social hasta el punto de que el Gobierno ha anunciado que legislará sobre la cuestión. Uno de los casos más sonados para alimentar la polémica saltó a la luz el pasado mayo, cuando The Sunday Times explicó el tratamiento que se aplica a las gambas que se consumen en el Reino Unido. Según el rotativo, los crustáceos pescados en Escocia se llevan a China, donde son pelados a mano. Tras su paso por Asia, las gambas escocesas vuelven a casa, donde se someten a un rebozado final antes de la venta. Que una gamba pescada en el Mar del Norte cargue a sus espaldas miles de kilómetros, con el consiguiente gasto en combustible, antes de ser consumida es lo que preocupa a una sociedad muy sensible respecto al cambio climático y los combustibles fósiles.
Impactos difusos
No sólo el Gobierno británico se ha propuesto etiquetar el gasto de CO2 de los alimentos. En enero de 2007 también prometió hacerlo la cadena de supermercados Tesco, para que sus clientes sepan los costes ocultos de lo que consumen. La compañía ha entregado ocho millones de euros a un Instituto de la Universidad de Oxford para que desarrolle un método de medición del ‘kilometraje de carbono’. La tarea no es fácil, pues son muchos los parámetros a medir, desde la energía que se consume en hacer funcionar la maquinaria agrícola o en producir los fertilizantes, hasta el gasto del transporte hasta la tienda. En todo caso, el objetivo es claro: elegir productos que no incurren en derroches innecesarios.
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